Resulta curioso, y hasta incomprensible, cómo los profesionales de la salud (también los de la de la salud mental, por supuesto) nos vemos arrastrados por «modas», «tendencias» y «presiones sociales». Vivimos en una era donde rechazamos «etiquetar» a una persona (máxime si es niño) con el fin de no generarle un daño social irreparable, sin entender que los diagnósticos no fueron creados para la gente de a pie, sino para facilitar la comunicación entre profesionales. De igual manera, muchos términos psicológicos («idiota», «imbécil», «retraso mental», y quién si sabe si el siguiente será «hiperactivo») han sido denostados, arrancando de cuajo y desposeyendo de una parte de cuerpo teórico a la ciencia de la salud mental. Pero mientras en algunos casos esa influencia social es para quitar y limitar la actividad científica, en otros casos se abunda en ella y se intenta (o se cree, al menos) de beneficiar en cierta manera estableciendo un término para algo que no lo es. Así ocurre, por ejemplo, con el TDAH, que se usa para etiquetar demasiado ligeramente a cualquier persona que se mueve, que se muestra inquieto o que no pone la atención donde desearíamos que la pusiera (sin muchas veces analizar funcionalmente si él mismo desea ponerla en ese objetivo).
Así, podríamos hacer una larga lista de conductas (sanas y patológicas) potencialmente confundibles con una conducta típica de una persona con TDAH, aunque eso podría llevar no un libro, sino una enciclopedia completa. Ahora bien, si destripamos qué supone un diagnóstico de TDAH y, someramente, cómo se lleva a cabo hoy en día, veremos que es relativamente fácil establecer esa etiqueta sobre cualquier persona, máxime si es un niño (se quejan menos de ese acto de etiquetaje). Y es que, según la Organización Mundial de la SAlud (OMS), una de cada 5 mujeres y 1 de cada 13 hombres declaran haber sufrido abusos sexuales en la infancia. Si abrimos el objetivo hacia todo tipo de maltrato infantil, según el informe de 2011 del Centro Reina Sofía encontraremos una horquilla que varía (según estudio y según lo que entendamos como tal) entre un 25 y un 65 %, según la forma de maltrato infantil. O lo que es lo mismo: más de la mitad de los niños han sido maltratados de alguna manera, y 1 de cada 20 lo ha sido incluso sexualmente, lo que significa que si entramos en un aula de Primaria, al menos un menor (de media) ha sido sexualmente abusado.
Para muestra, este artículo:
https://elpais.com/sociedad/2019/04/25/actualidad/1556189262_960432.html
¿Pero por qué hablamos del maltrato? Porque sabemos que incide, y mucho, sobre la futura función cognitiva y emocional del niño que lo padece, e incluso sobre la futura salud física del mismo (para una revisión en abierto del tema, consultar aquí). Pero si observamos qué consecuencias genera a nivel cognitivo, veremos reflejado a un TDAH: intranquilidad, movimiento incesante, incapacidad de centrar el foco de atención en nada concreto y, mucho menos, durante un tiempo prolongado, problemas de aprendizaje, dificultades para la regulación emocional, etc. ¿Serán los niños maltratados hoy los TDAH que se diagnosticarán el futuro? Si bien no tenemos una respuesta rotunda, todos los estudios apuntan a que sí (aquí un estudio que nos da cuenta de lo que pueden ser estos niños de adulto).
(Antes de seguir, hago un inciso con una reflexión importante e interesante. Y es que resulta paradójico ver a mucha gente peleándose por desterrar la etiqueta de TDAH, mientras no pelea por desterrar el maltrato infantil, o incluso por desenmascarar mejores procedimientos diagnósticos para que éstos no se confundan con el TDAH; que los hay…)
¿Pero qué sucede, por otro lado, con la «bondad» del diagnóstico? Pongamos un caso como «rehén»: Jon tiene 11 años y toda su vida, sus padres, profesores y entorno, ha pensado que «le pasaba algo». Nunca han sabido ponerle nombre, pero sus problemas de relaciones sociales, su inquietud permanente y sus dificultades para aprender (pese a ser listo y capaz) han sido notorios. Los médicos que han visitado, nunca han percibido nada extraño, más allá de dificultades notorias en el habla (para lo cual, ha venido recibiendo tratamiento logopédico durante 4 años) y de interacción social, además de un aplanamiento afectivo y conductual que se ha venido notando más a medida que la adolescencia va llegando. Cumple claramente criterios de TEA (autismo), pero a su edad, y conocido el sistema familiar que tiene, el impacto del diagnóstico puede ser contraproducente y cerrar aún más el sistema y la sintomatología. ¿Qué debemos hacer? Por ética, profesional y personal, no hay dudas… ¿Pero qué haríamos teniendo en cuenta que el diagnóstico de un posible TEA (también del TDAH, pero este parece que lo vemos más por «ojo clínico de 5 minutos») puede tardar, como mínimo, 4-5 horas de observación y pruebas? ¿Qué pasaría en el caso de un profesional que tiene asignados 10 minutos por paciente? Y, seamos honestos, ¿qué sentimos cuando damos un diagnóstico a una familia que no está preparada para recibirlo, y que sabemos que puede traerles más problemas a todos? ¿cuando sientes que estás enterrando a la familia, en cierta manera? Pues poner una pastilla e intentar, de alguna manera, aliviar su sufrimiento.
Y es que, socialmente no estamos preparados para integrar al diferente, y tampoco para entender que una persona que se comporta de determinada manera (que no puede parar voluntariamente), puede tener un problema, y no «un vicio» o una historia de educación familiar sobreprotectora y poco normativa. Olvidamos que no ejercemos la educación que queremos, sino la que nos dejan (social, institucional, por recursos, por aprendizajes, etc.). A veces olvidamos que no todos están igual preparados (ni bien ni mal, incluso) para ejercer la maternidad/paternidad que desearían, y tampoco se lo ponemos fácil en estos tiempos.
Para terminar, volvamos al presente donde el COVID-19 ha instalado en nosotros una suerte de miedo crónico y obsesión, hiperreactividad (incluso hiperactividad), sentir que no llegamos a estar nunca sujetos al presente sino al futuro, a menudo con reacciones emocionales que nunca lo hubiéramos esperado de nosotros mismos. Y es que, al nivel de ansiedad de base habitual, le tenemos que añadir toda la situación provocada por el COVID, además de las diferentes formas de afrontarlo. ¿Cuántos de nosotros ahora mismo daríamos positivo sólo siendo evaluados por un cuestionario de síntomas de TDAH, que es el procedimiento habitual? ¿Cuántos, tras el diagnóstico, terminaríamos siendo medicados, como sucede en más del 90 % de casos de TDAH en España, pero sin una psicoterapia que, vista la situación descrita, creeríamos imprescindible? Esto es lo que se da, actualmente, en nuestro Sistema Nacional de Salud en cuanto a la salud mental se refiere… Por tanto, vivimos en la era del TDAH, donde cualquier problema puede solucionarse fácilmente con un diagnóstico en este sentido, porque decirle a alguien que tiene un TEA, que no sabe gestionar emociones y debemos (como profesionales) enseñarle, que no tiene determinadas herramientas que tiene que generar y poner en práctica o que un hijo no viene con libro de instrucciones y a nivel social y sanitario tampoco ayudamos en exceso en la crianza de los mismos, sería reconocer (aunque sea parcialmente) nuestro fracaso como profesionales. Y si en alguna era no vivimos, es precisamente en la era de la autocrítica…
Referencias:
Informe del maltrato infantil en la familia: https://observatoriodelainfancia.vpsocial.gob.es/productos/pdf/malt2011v4_total_100_acces.pdf
Amores-Villalba, A., Mateos-Mateos, R. (2017). Revisión de la neuropsicología del maltrato infantil: la neurobiología y el perfil neuropsicológico de las víctimas de abusos en la infancia. Psicología Educativa, 23, 81-88. https://doi.org/10.1016/j.pse.2017.05.006
Tran, N.K., Van Berkel, S.R., van IJzendoorn, M.H. et al. The association between child maltreatment and emotional, cognitive, and physical health functioning in Vietnam. BMC Public Health 17, 332 (2017). https://doi.org/10.1186/s12889-017-4258-z
Zeynep Baran Tatar & Alparslan Cansız (2019) Childhood physical neglect may impair processing speed in adults with ADHD: a cross-sectional, case–control study, Psychiatry and Clinical Psychopharmacology,29:4, 624-631, DOI: 10.1080/24750573.2018.1522714