Enfadarse bien

A pesar de que cada vez sabemos más sobre nuestras emociones y se han dado grandes pasos en la normalización y expresión de las mismas, aún hay ciertas emociones que nos cuesta aceptar en nosotros mismos y en las personas de nuestro entorno.

El enfado es un claro ejemplo de ello. Párate y piensa, en tu infancia ¿cómo reaccionaban las personas de tu entorno cuando te enfadabas? ¿qué respuestas y mensajes recibías?, ¿cómo gestionaban tus referentes sus propios enfados? Y ahora, ¿qué es lo primero que se viene a tu cabeza cuando oyes la palabra enfado?

Las respuestas a todas estas preguntas condicionan en gran medida tu relación actual con esta emoción y pueden hacer que la asocies a palabras con una fuerte connotación negativa, como problema, hostilidad, agresividad… lo cual hace que incluso pensar en ello resulte algo desagradable que genera cierto rechazo.

Y si es algo que tanto dolor y rechazo genera, ¿para qué sirve? ¿cuál es su función?, ¿es el enfado una emoción negativa en sí misma o es la gestión que hacemos de la misma lo que resulta inadecuada? ¿es posible aprender a enfadarnos bien?

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El enfado, la rabia o la ira, es una emoción estrechamente ligada al instinto de protección, y como todos los estados emocionales, tiene una función sana y necesaria para la supervivencia. Si no lo crees, piensa ¿qué pasaría si no sintiéramos esta emoción? Si no nos enfadáramos, ¿seríamos capaces de defender nuestros derechos, luchar por ellos, rebelarnos ante las injusticias? La activación corporal, el aumento de la frecuencia cardíaca y de la presión arterial, la contracción muscular, y el aumento de la energía ligados a esta emoción tienen la función de prepararnos para la acción, para la lucha.

Esto no quiere decir que cada vez que sintamos esta emoción vayamos a acabar en ese extremo. La gama de emociones ligadas al enfado va desde sentirnos ligeramente molestos o contrariados, hasta la ira o la furia más intensas. Como cualquier emoción, si pensamos en su estado más extremo, puede resultar peligrosa o dañina, tanto para uno mismo como para los demás. Sin embargo, suprimir la rabia por el temor a llegar a este extremo, hace que la probabilidad de que ocurran explosiones incontroladas sea todavía aún mayor.

Cuando no nos permitimos enfadarnos o tratamos de ignorar o reprimir continuamente esta emoción, no hacemos que desaparezca si no que se acumule dentro de nosotros mismos convirtiéndonos en una olla exprés a punto de explotar, un vaso de líquido que desborda o un volcán que puede erupcionar en cualquier momento (de forma desajustada y totalmente desproporcionada con relación al contexto y a lo que ha precipitado esa explosión o desbordamiento). Cuando esto ocurre, liberamos esa presión interna creciente que tan insoportable nos estaba resultando, y en el momento es muy probable que podamos sentir cierto alivio. Sin embargo, pasada esta sensación de liberación inicial, vamos tomando conciencia de aquello que hemos hecho o dicho, y aparecen la culpa, la vergüenza y el arrepentimiento, lo cual resulta tremendamente desagradable y lejos de llevarnos a poner en marcha estrategias que nos permitan romper o cambiar este patrón, es probable que perpetúen esta forma de actuar en la que “tapamos” o reprimimos lo que sentimos, por miedo a acabar en este extremos y volver a explotar.

¿Cómo podemos entonces, gestionar el enfado de otra forma? ¿se puede tener una relación sana con el enfado?

Como muchas veces nos habéis podido leer o escuchar a los psicólogos, el primer paso para construir una relación más sana con esta emoción es tomar conciencia de la gestión que hacemos de la misma, con sinceridad y amabilidad hacia uno mismo/a. Suena a tópico, pero es la única forma para que podamos reconciliarnos con esta parte de nosotros/as mismos/as y hacernos cargo de ella. Una vez hayamos conseguido este primer paso imprescindible, la tarea será tratar de poner límites en el momento y decir no con firmeza, sin necesidad de elevar el tono o atacar, desde el yo.

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Es decir, no dejar que el vaso se llene, o sacar presión de la olla puntualmente, de tal forma que no dejemos que se llene y llegue al extremo. Pero como hemos dicho se trata de algo que debemos ir construyendo, es decir, un proceso de aprendizaje que no ocurre de un día a otro y que requiere de esfuerzo, energía y compromiso. Es habitual que al inicio no nos salga del todo bien o que nos cueste. También que tengamos que enfrentarnos a diferentes resistencias o dificultades. Es normal. No obstante, si después de un tiempo sentimos que no somos capaces de avanzar o que hay algo que no estamos sabiendo identificar que interfiere en este proceso, recomendamos pedir la ayuda de un profesional, ya que quizá esta dificultad requiera, en ese caso, de un abordaje más profundo e individualizado.

 

 

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