Hace un par de semanas daba una charla ante 300 profesionales de la Sanidad pública, la mayoría psiquiatras, dentro de las jornadas que anualmente celebra la Sociedad Española de Patología Dual en Bilbao (y ya van diez). Al terminar, uno de los psiquiatras presentes, Rodrigo Oraá (Coordinador del área de Adicciones de la Red de Salud Mental de Bizkaia) me hacía una interesante pregunta, muy presente en nuestras consultas y evaluaciones/diagnósticos: Si muchas patologías y eventos/condiciones pueden generar sintomatología TDAH (algunos incluso normales, como el no dormir, una gran ansiedad, etc.), ¿cómo hacemos el diagnóstico de TDAH, máxime, cuando hay necesidad (social, estamental, escolar, etc.) de diagnosticarlo…? ¿Cómo o para qué no caer en el diagnóstico «fácil» del TDAH? Y es que, efectivamente, la sintomatología TDAH son camaleónicos y están en muchos momentos de nuestras vidas. Otra cosa es que esos síntomas generen un cuadro de TDAH; otra cosa es que la etiología sea originalmente un trastorno neurobiológico. Discernir esto es lo que hace sumamente importante una buena destreza clínica en la evaluación y, en ello, es de suma relevancia la cognición (y por extensión, la neuropsicología). Veamos, brevemente, algunos casos (con nombres ficticios, por supuesto):
Lucía sufrió abusos sexuales de su padre desde que tenía 4 meses de vida hasta la adolescencia, cuando fue detenido y encarcelado. Hoy en día es una chica adolescente que rara vez se puede concentrar en algo más que en aquello que llame poderosamente su atención, con excesivas dificultades para desplegar su capacidad intelectual y, por ello, un rendimiento escolar bajo.
Si tenemos en cuenta que la mayoría de su vida ha discurrido en torno a los continuos abusos a los que se veía sometida, centrada en intentar prepararse psicológica y físicamente para el momento de los tocamientos a los que se veía obligada a sufrir, sin que nadie se diera cuenta (al menos de manera explícita) de ello, entenderemos que su sistema atencional de lo que menos se preocupe sea de aprender, y más en desaprender. Comprenderemos así que su impulsividad no deviene de un trastorno neurobiológico de base, que su reactividad será mayor depende con qué estímulos y que, probablemente, tenga episodios de reexperimentación, como si su sistema atencional (y la memoria) estuvieran empeñadas en recordarle de forma sempiterna algo que no quieren tener que volver a procesar. Cuando acude a consulta, sin saber su pasado (habitualmente silenciado en este tipo de casos por la vergüenza y el estigma que puede acompañar a hija y familia), es probable que el diagnóstico clínico sea de TDAH. Sin embargo, el perfil cognitivo en nada se parece a un TDAH.
Elena fue diagnosticada de TEA cuando tenía 5 años. Su hipercinesia rara vez le permitía relacionarse con otros niños, que rápido huían de ella, quedándose sola. Además, Elena siempre tuvo ese halo de dispersión, de estar en un mundo paralelo de fantasía, ese recurso socorrido que tienen los niños para apartarse mentalmente de aquello que les duele reconocer y asimilar.
A los 5 años, el grado de dinamismo de un niño es alto. Además, confundir falta de ganas de relacionarse con incapacidad para ello, es extremadamente fácil. Las habilidades sociales de estos niños son inmaduras por naturaleza y, además, las relaciones sociales no obedecen a normas sociales, sino a reglas relativamente impulsivas de bienestar y aportación al propio ego. Así, jugaré con Alberto porque me deja las cosas, con Dafne porque me da abrazos y con Xabier porque me hace caso y me sigue la cuerda al proponerle los juegos de fantasía que a mí tanto me gustan. Menos efectivo es enseñarle las normas sociales, lo necesario de ser socialmente correcto o de cumplir con las necesidades del otro e incluso sociales. Y hay niños que en esa necesidad «egoísta», se mueven, necesitan moverse y se mueven muchísimo (y en comparación a otros, extremadamente). Eso no implica, automáticamente que tenga un trastorno (ojalá la inferencia fuera tan fácil; los diagnósticos serían más «automáticos»). Pero, los niños que se hallan en estos casos, habitualmente serán diagnosticados de problemas de relaciones sociales (en este caso el TEA) o de movimiento (TDAH).
Laia, con 8 años, parece estar en la nube. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, puede estar días y hasta semanas pensando en ello, por insignificante que le parezca al resto. Y claro, concentrarse en las mates es lo de menos. Ahora le pasa con el divorcio de sus padres, por lo cual ha pasado a ser una niña hipoactivada, por la apatía y la falta de ganas que parece mostrar.
Y es que, los síntomas de TDAH “están en el aire”, por doquier. Sólo hace falta que alguien no tenga tiempo, formación o ganas de ir al núcleo para confundir síntoma con trastorno completo (o cuadro clínico-patológico). Y lo peor es que algunos de estos trastornos confusores generan cambios neuroanatómicos y cognitivos (ese gran olvidado en los trastornos del neurodesarrollo, pero que se ha demostrado el más importante e imprescindible ingrediente) que simulan el TDAH. Bueno, quizás lo peor de todo esto es que “la solución” que nos venden para el TDAH sea una simple pastilla que lo cura todo, parece. Así, se entiende el por qué de esa tendencia a diagnosticar TDAH: todos tus problemas se solucionan en 2 segundos, 50 mg (120 veces más pequeño que un azucarillo, con lo que nos soluciona un poco de azúcar) y 50 mm3, que es lo que ocupa realmente una pastilla
¿La realidad? Tenemos entre manos un camaleón que puede cambiar de color: simula los colores del tucán, similar de forma a una lagartija, con los ojos iguales a los de un pez… Pero no porque sea tan parecido a estos animales deja de ser lo que es: un camaleón.
Por cierto, observa la foto al final de este post. ¿No es preciosa? ¿No son preciosos sus colores, sus formas y sobre todo fascinantes sus ojos? Casi tan precioso y fascinante como un niño…
Información valiosa y sencilla
Simplificado (es lo que tiene un post de blog), pero necesario, creemos…