¿Qué sucede cuando, en el momento nuclear donde más vulnerables nos sentimos (primera infancia), nuestros seres queridos nos abandonan? ¿Es lo mismo si la vivencia de vulnerabilidad es puntual y aislada, o si por el contrario ésta se mantiene por un lapso temporal relativamente amplio? ¿Y si, además, este impacto longitudinal se da al mismo tiempo que nos desarrollamos emocional y cognitivamente? Claramente, no. Y si además, ¿más allá de un abandono y dejación de la función paterno-materna, existe un maltrato activamente ejercido (físico, sexual, etc.)? Claramente, el daño psíquico y neurológico se presume aún más severo e incluso más orgánico e irreversible. Y ciertamente es así: a más temprana e “intensa” (entendiendo como tal lo invasiva y dañina que pueda resultar) la experiencia traumática, más daños se generan a nivel cerebral. Lamentablemente, este tipo de experiencias son relativamente frecuentes, y los estudios han constatado que vivenciar 4 o más de estas llamadas Experiencias Infantiles Adversas (EIA) suponen un peligro notable para nuestra integridad física y mental, existiendo una relación entre la “dosis” de esta EIA y sus consecuencias en nuestra salud. Cabe reseñar que algunos estudios han constatado la vivencia de 1 EIA en un 25-64 % de la población, y la de 4 o más en el 12,5 % de casos aproximadamente, por lo que es habitual encontrarnos personas con traumas o vivencias extremas en la infancia alrededor nuestro.
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Como antes se ha mencionado, la vivencia temprana de EIA habitualmente genera cambios en el funcionamiento de diversos sistemas del organismo del niño, entre los que se incluyen cambios en el sistema nervioso central. Y es que de sobra es sabido que la exposición a un estrés crónico puede inducir cambios arquitectónicos a nivel cerebral en el neurodesarrollo, especialmente en lo que al funcionamiento de la amígdala y el hipocampo se refiere, alterando sustanciosamente importantes funciones y dominios como la regulación de la respuesta al estrés, los procesos atencionales, la memoria, la capacidad de planificación, el aprendizaje y regulación de nuevos aprendizajes, así como en una respuesta crónica en lo que a la desregulación de diversos sistemas se refiere derivado de la respuesta inflamatoria que producen este tipo de fenómenos. Y es que la extrema plasticidad cerebral infantil lo hace especialmente vulnerable a influencias químicas, alterando diversos sistemas neurológicos implicados en la regulación emocional y conductual. También se ven afectados diversos dominios cognitivos, como son la memoria, la atención y la cognición social (y con ésta, la teoría de la mente, donde entendemos a los que nos rodean y las interacciones que se dan con ellos), entre otros. Además, el llamado “sistema de recompensa” se ve modificado, de forma que tienen serias dificultades para vincular acciones con su correspondiente recompensa posterior, lo que altera la conciencia a nivel de refuerzos y castigos, de manera que unido al hecho de que pueden tener una sensorialidad alterada (sentir menos de lo normal o mucho más de lo habitual), hace que se produzcan problemas a la hora de responder, que lo hacen de forma desmesurada.
Por todo ello, la intervención debe intentar ser lo más precoz posible, de forma que pretenda focalizarse en dotar de estrategias de control emocional y conductual, añadidas a una psicoeducación intensiva, al paciente, de forma que si aún está en etapas tempranas infantiles, se pueda incluso reconstruir y resignificar dicha experiencia con el fin de que no limite en excesiva medida la vida del mismo. Igualmente, se han de reconstruir las experiencias de apego, con el fin de resignificar estas y darles un valor más protector, que pierde cuando se vivencias experiencias donde sientes que tu mayor garante, soporte y unión a la vida te deja totalmente vulnerable y abandonado. Finalmente, son útiles y necesarias las técnicas cognitivas que le enseñen a prevenir respuestas impulsivas y poco adaptativas, dentro de ese proceso de comprensión y aceptación de las dificultades, pero también reconociendo las propias emociones.