No eres un fraude: entendiendo el llamado “síndrome del impostor”

A veces no hace falta que nadie nos diga que no somos suficientes: ya lo hacemos nosotras mismas. Esa voz que aparece justo antes de entregar o iniciar un trabajo, dar una opinión o asumir un nuevo reto. Una voz que susurra: “No estás preparada, no mereces estar aquí, en cualquier momento se darán cuenta de que no sabes tanto.”

El síndrome del impostor aparece cuando una persona siente que no merece sus logros o que, en cualquier momento, los demás se van a dar cuenta de que “en realidad no es tan buena” como parece. Aunque tenga pruebas de su capacidad, la persona siente que todo fue suerte o casualidad.

Cuando alguien siente incertidumbre o miedo frente a situaciones que pueden ponerla a prueba (por ejemplo, una entrevista, un examen o una nueva responsabilidad), aparece ese malestar interno.

Para aliviar el malestar, la persona empieza a hacer o decir cosas que la ayuden a sentirse más segura, aunque no siempre le sirvan a largo plazo. Por ejemplo:

  • Evitar nuevas oportunidades (“mejor no aplico, seguro no soy lo bastante buena”).
  • Restarles valor a sus logros (“fue suerte, cualquiera podría hacerlo”).
  • Buscar aprobación constante (“¿estuvo bien lo que hice?”).

En términos sencillos: el síndrome del impostor hace que nuestro cuerpo y mente reaccionen como si estuviéramos en peligro cuando nos enfrentamos a algo que podría demostrar si somos capaces o no. Para evitar ese “peligro”, hacemos cosas para calmar la incomodidad (como evitar, minimizar o buscar validación), pero eso a la larga mantiene la sensación de no ser suficiente.

 

La duda que no se calla

El síndrome del impostor no tiene que ver con la falta de talento, sino con la incapacidad de reconocerlo. Hay quienes consiguen ascensos, terminan una carrera, lideran un proyecto o incluso reciben elogios… y, aun así, sienten que su éxito es producto de la suerte. Eso sí, los errores siempre son propios, nunca se atribuyen a la suerte. Qué descompensado… ¿verdad?

Una médica que se disculpa antes de hablar en una reunión por miedo a sonar “demasiado segura”. Una estudiante que pospone enviar su tesis porque “le falta revisar un detalle más”. Una madre que se convence de que no está criando bien, aunque haga todo lo posible. Todos estos ejemplos comparten el mismo hilo invisible: la creencia de que no se es lo bastante buena, nunca.

Y no, no es una cuestión de carácter. No es que “falten agallas” o “sobren inseguridades”. Es el resultado de una educación emocional y social que ha enseñado a las mujeres a dudar de sí mismas.

Vivimos en una época donde el éxito se mide en logros visibles, rapidez y productividad. Las redes sociales, la educación competitiva y los entornos laborales exigentes nos empujan constantemente a compararnos con los demás. En esta cultura del rendimiento, equivocarse parece un lujo que no podemos permitirnos, y dudar de uno mismo se convierte casi en un reflejo automático.

Desde pequeños, se nos refuerza más por los resultados que por el proceso. Se aplaude el sobresaliente, no las horas estudiando; se celebra la perfección, no el intento. Así, aprendemos a vincular nuestro valor personal a lo que conseguimos, no a lo que somos. En ese contexto, no es raro que al lograr algo importante nos invada una sensación de fraude, como si el mérito no nos perteneciera.

La cultura actual ha normalizado el miedo al error. Nos enseña a evitarlo, a esconderlo, cuando en realidad el error es la base del aprendizaje. El problema no es tener dudas, sino haber crecido en un entorno que nos hace sentir culpables por tenerlas.

Cómo se alimenta el círculo de la duda

El mecanismo es perverso y, al mismo tiempo, muy simple. Cuanto más dudamos, más evitamos actuar. Esa evitación —no enviar el currículum, no aceptar el elogio, no alzar la voz— nos da un alivio momentáneo, ¡estamos “a salvo”! Pero ese alivio refuerza la idea de que no somos capaces… La próxima vez, el miedo llega más rápido. Y así el ciclo se retroalimenta.

Por ejemplo, alguien que evita postular a un puesto porque cree que “no cumple todos los requisitos” confirma su propia inseguridad al no intentarlo. Un estudiante que revisa su trabajo una y otra vez antes de entregarlo, buscando el error perfecto, acaba agotado y frustrado, convencido de que no está a la altura, siempre hay algo que mejorar… por tanto, nunca lo hace lo suficientemente bien. Un profesional que recibe un elogio por su desempeño responde con un “no fue nada” o “tuve suerte”, porque le incomoda reconocer su mérito.

Además, el entorno no siempre ayuda. En los trabajos y universidades se suele premiar la seguridad, la rapidez y la respuesta inmediata, no la reflexión o la duda. Quien se toma unos segundos para pensar parece indeciso; quien habla con calma es percibido como inseguro; quien pide tiempo para revisar su idea puede parecer menos competente que quien improvisa con convicción.

Con el tiempo, estos juicios externos se convierten en autoconvencimiento interno. Empiezas a pensar que, si titubeas es porque no sabes suficiente, o que si necesitas prepararte más es porque no estás listo. Pero la verdad es que dudar no significa falta de capacidad, sino presencia de conciencia.

En el caso de las mujeres, desde pequeñas, muchas niñas aprenden a medir su valor a través de la aprobación ajena. “No presumas”, “sé prudente”, “no hagas el ridículo”. El resultado, con los años, es una brecha silenciosa de genero: las mujeres tendemos a subestimar nuestras capacidades.

Así, el síndrome del impostor no es una rareza psicológica, sino la consecuencia de un aprendizaje desigual. No nace en la mente individual, sino en la cultura que nos rodea. Vivimos en un entorno que sigue premiando la humildad femenina, la discreción, el silencio. Por eso, cuando una mujer se atreve a hablar con firmeza o a reconocerse capaz, no siempre se siente cómoda. Es como si estuviera transgrediendo una norma invisible.

 

Aprender a creértelo

Superar esa sensación no ocurre de un día para otro, pero hay un punto de inflexión: el momento en que una empieza a tomar conciencia de que su miedo no es verdad, sino costumbre. Que decir “no estoy lista” muchas veces significa “no me permito sentirme lista”.

La práctica pasa por atreverse a actuar a pesar del miedo. Publicar ese trabajo, hablar en esa reunión, aceptar el cumplido sin justificarlo. A veces no es cuestión de sentirse segura antes de actuar, sino de actuar para poder sentirse segura después.

También ayuda recordar los propios logros, por pequeños que sean. No como un ejercicio de vanidad, sino como una forma de reeducar la memoria emocional, de anclar en la mente la evidencia de que sí somos capaces.

Y, sobre todo, rodearse de redes de apoyo: personas con las que se pueda hablar sin miedo al juicio, mujeres que también estén aprendiendo a creérselo. Escucharlas y sentirse escuchada convierte lo que parecía un problema individual en una experiencia compartida y, por tanto, menos solitaria.

No lo harás bien… ¿seguro?

La escritora Emma Vallespinós dice que el síndrome del impostor es el resultado de “un patriarcado que nos ha hecho creer que dudar es humildad”. Pero dudar constantemente no nos hace más humildes, nos hace más pequeñas.

Por eso, cuando esa voz aparezca —la que dice “no lo harás bien”—, tal vez la respuesta no deba ser “sí lo haré”, sino algo más honesto y poderoso:

“Lo haré igual.”

Bibliografía:

  • Vallespinós, E. (2023). No lo haré bien. Arpa.
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