La culpa no es un sentimiento nuevo para muchos de nosotros. En ocasiones puede generarnos incomodidad e, incluso, deshacerse de este sentimiento puede ser un proceso largo y tedioso. Pero, ¿Qué es la culpa? Bueno, es un sentimiento negativo que nos hace enfocarnos en el pasado y nuestra incapacidad de hacer algo para cambiarlo, lo que nos puede llevar a tener un rol pasivo.
Entonces, ¿Qué hacemos con la culpa? Desde la psicología se busca trasformar ese rol pasivo a uno activo. De este modo, aquello que nos ha generado el sentimiento de culpa puede convertirse en aprendizajes útiles para el futuro. Así, resulta más fácil que el malestar y la incomodidad que provoca la culpa se trasforma en una sensación de mayor calma.
Aun con todo esto, nos seguirán surgiendo preguntas como: ¿para qué sirve entonces la culpa? Pues bien, la culpa tiene varias funciones. La primera es hacernos conscientes de que hay algo que no hemos hecho bien y, al usar la empatía, reconocemos que hemos podido dañar a alguien, haber sido imprudentes o irrespetuosos. Por ello, podemos decir que sentir culpa es necesario y adaptativo. El problema surge cuando la pasividad de la culpa nos atrapa y nos quedamos estancados, en lugar de convertirlo en responsabilidad y poder asumir un rol activo que nos permita avanzar. Otras funciones de la culpa son el autocastigo, la disculpa y su uso como defensa.
- La culpa como autocastigo: Son los reproches que nos hacemos con el objetivo de recordarnos que somos malos, irresponsables, agresivos… Si nos quedamos enganchados en este circulo de autodestrucción, es necesario detenernos y entender qué sucede y porqué puede suceder. El origen puede estar en la forma en que siempre se han comunicado las personas de nuestro entorno cercano, enfatizando en la culpabilidad y no tanto en la responsabilidad o la acción.
- La culpa como disculpa: Es decir, que usamos la culpa y ese auto diálogo negativo y autodestructor como forma de redimirnos del mal que creemos haber causado. Al centrarnos en nuestro propio sufrimiento dejamos de mirar a la otra persona, lo que nos impide asumir la verdadera responsabilidad y reparar el daño. Podríamos describirlo como una forma egoísta de vivir la culpa: me concentro en mis sentimientos y dejo de atender lo que realmente hice y el impacto que tuvo en los demás.
- La culpa como defensa: Es un mecanismo de la mente para afrontar situaciones traumáticas. En estos casos preferimos pensar que nosotros somos los malos y culpables porque atribuir la responsabilidad a aquella persona que realmente causa el daño rompe la imagen que tenemos de ella. Romper esa imagen idealizada trae consigo un sentimiento desolador e incluso de inseguridad, y nuestra mente puede procesar con mayor facilidad la culpa que el dolor y el sufrimiento que conlleva la realidad. Estas son las únicas situaciones en las que la culpa no debe transformarse en responsabilidad: una persona que ha sufrido una situación traumática de abuso sexual o maltrato nunca será responsable de lo vivido. Será víctima y habrá que trabajar para desprenderse de la culpa y recolocarla en el verdadero culpable.
¿Y cómo pasamos del rol pasivo que genera la culpa a un rol activo que nos ayue a alcanzar una sensación de mayor calma? Una vez que el sentimiento de culpa haya cumplido su función de hacernos conscientes del error, podremos preguntarnos: “¿qué puedo hacer con esto?”. De esta forma tomaremos una actitud activa que nos permite reconocer las consecuencias de nuestros actos, aprender de ellas y tomar las decisiones para cambiar el futuro. A eso le llamamos responsabilidad.
Si reenfocamos la situación desde la responsabilidad, evitaremos la autoevaluación negativa que dificulta separar el acto de la persona. Cuando esta línea está difusa, corremos el riesgo de definirnos solo por ese acto y dejar de lado otras cualidades y experiencias que también nos caracterizan. Esa confusión dificulta poder pasar a la acción y poder generar un cambio que nos devuelva el poder para controlar la situación.